21/09/2014

Kenny Wheeler (1930-2014)

Kenny Wheeler
Una vez se confirmó el fallecimiento de Kenny Wheeler el pasado jueves, las manifestaciones de admiración y cariño por su música y por él como persona han sido abrumadoras. Nunca conocí a Wheeler en persona, pero le vi tocar varias veces en directo, la última en el festival de jazz de Londres de 2012 rodeado de una big band de all-stars, otra muestra grandiosa de cariño, admiración y música.

El perfil de Wheeler no encaja en las típicas historias del jazz. De la misma generación que Clifford Brown, Bill Evans, Phil Woods, Bob Brookmeyer y toda esa gente, era canadiense y emigró al Reino Unido en 1952 (a la vez que Gerry Mulligan formaba su cuarteto con Chet Baker, por ejemplo). Su carrera arrancó tarde, y se movió entre la composición para grandes formaciones y la improvisación libre, faceta que algo inesperada en un hombre apocado y tímido que, no obstante, una vez explicó que su método preferido era "escribir canciones tristes y dejar que músicos maravillosos las destruyan".

Hay muchas necrológicas y otros artículos sobre Wheeler por ahí (en inglés este, este o este) en los que se explica quién era Wheeler y por qué importa tanto su música. Con su permiso y nuestro agradecimiento, aquí reproducimos el recuerdo del trompetista Brad Goode, unos 30 años más joven que Wheeler, a quien conoció bien.

A KENNY WHEELER
La diferencia fundamental entre el arte y el espectáculo es la siguiente: el espectáculo pretende divertir, mientras que el arte trata de conectar. Para los músicos esta diferencia puede volverse borrosa con facilidad, dado que su arte ha de presentarse a un público en directo. A modo de chiste, a mis jóvenes alumnos les digo a menudo “bienvenidos al show business”. Navegar una carrera de músico de jazz presenta la complicación de que con frecuencia se juzga a los artistas basándose en el mérito de su presentación o su manera de vestir, más que por su mensaje o su sustancia.
Para mí, uno de los aspectos más atractivos del jazz ha sido la oportunidad que brinda para la expresión sincera de uno mismo. Uno reconoce lo que es de verdad con sólo oírlo. Hay artistas que descubren que la improvisación y, en particular, la improvisación jazzística ofrece un escaparate para la expresión de sentimientos que podrían resultar demasiado incómodos (o hasta inapropiados) en una conversación civilizada. Este tipo de persona raramente triunfa sobre un escenario. Su música no es fácil de describir, presentar o vender, y de hecho no siempre encaja con el entorno en el que se presenta habitualmente, sea un bar, una fiesta, un baile o un club.

Kenny Wheeler describía su música de la siguiente forma: “todo lo que hago lleva implícito un toque de melancolía y un toque de caos”. Su música era austeramente hermosa, humilde y honesta, exactamente como su autor. Sus composiciones encierran una búsqueda, y su forma de tocar revelan un llanto inconfundible de profundo dolor. Me vi atraído por la música de Kenny desde el primer momento en que mi profesor de trompeta, Vincent DiMartino me la dio a conocer. No coincidía con mi visión juvenil de lo que era, o no, la “trompeta de jazz”. Aunque nunca emulé su forma de tocar, empezó a abrirse un hueco especial en mi mente y mi corazón. Con su música me estaba demostrando claramente lo siguiente: no hay problema en ser plenamente uno mismo y en explorar el posible significado de esto mediante la improvisación.
Según pasaron los años, tuve varias oportunidades de verle en persona cuando pasaba por Chicago, una vez con la Globe Unity Orchestra y dos con el grupo de Dave Holland. Al presenciar su intensa concentración y actitud introvertida, me di cuenta de que le admiraba pero a la vez me intimidaba un poco. Aunque me encontraba allí, en el mismo cuarto, por algún motivo no me atreví a presentarme, algo impropio en mí. El proyectaba algo que me empujaba a respetar su espacio. No llegué a conocer a mi héroe.

Con treinta y pocos años, me encontraba en una especie de crisis de identidad. Con veintipocos había tenido mucho éxito en el mundillo del jazz, tocando bebop con muchos de los maestros, montando mis propias bandas en las que incluí a algunos de ellos, tocando en todos los clubes de la ciudad. No obstante, con la marcha del tiempo (como le gustaba decir a Von Freeman), me di cuenta de que mi forma de tocar y de componer estaba cambiando, y cada vez me interesaba menos encajar en un molde estilístico. No era algo consciente. Me estaba pasando y punto. El ansia de crear y expresarme era enorme, y profundicé en mis ensayos a la vez que mis composiciones se volvían más abstractas.

Empecé a notar que a mucha de la gente que me rodeaba no le gustaba el rumbo que estaba tomando mi música. Sonaba demasiado “free” para los “mainstream”, y demasiado “mainstream” para los del “free”. Me di cuenta poco a poco: algunos miembros que ponían sus ojos en blanco, algún comentario oído por casualidad, la pérdida de bolos en clubes donde antes me habían elogiado. Llegó un momento en que fue más obvio: hubo quien lo puso en negro sobre blanco. La queja principal parecía adoptar la forma de “no lo entiendo”, aparte de la sugerencia ocasional de que lo dejara y volviese a tocar bebop.

Aunque ser de Chicago me ayudaba a mantener una fachada indestructible, obviamente este tipo de crítica y rechazo me hirieron en lo más hondo, y agitaron mis inseguridades más profundas. Al fin y al cabo, en esto de la expresión personal ¿no buscamos todos que nos acepten y nos comprendan? Sin darme cuenta reaccioné de dos maneras: dejé de buscar bolos de jazz, dejé de contratar bandas, y busqué la seguridad y el anonimato de trabajos comerciales y orquestales, y empecé a practicar compulsivamente. Pensé que si tocaba mejor, la gente tendría que aceptar mi música.

Entonces, un buen día fui al buzón y me encontré con una carta de alguien de la calle Wallwood Road de Londres, Inglaterra. Era una nota manuscrita remitida por “Ken Wheeler”. En ella decía que tenía mi cedé, que le gustaban mucho mis interpretaciones y composiciones, y me preguntaba si podría enviarle más cintas de mi música, todas las posibles.

Una vez acepté que no me estaban tomando el pelo, empecé a sentir y agradecer lo que significaba este gesto. Preparé unas cassettes de actuaciones en directo y se las envié acompañadas de una carta de fan. En particular, le elogié su Music for Large and Small Ensembles, diciéndole que pensaba que era una obra maestra. Le pregunté si tenía más grabaciones con big band. Un mes después me llegó una caja llena de cassettes grabadas con toda su música para big bands, John Dankworth, Maynard, Windmill Tilter, etc. Así empezó nuestra correspondencia postal, paquetes regulares de cintas enviados de un lado a otro del Atlántico.

De una forma muy sincera, la correspondencia con Ken y su apoyo me ayudaron a reunir el valor para proseguir mi carrera de improvisador. Dejé atrás una vida en orquestas para bodas judías ortodoxas y de partituras de cuarta trompeta, y acepté un puesto de profesor de jazz en el Conservatorio de Cincinnati. Así retomé el desarrollo en serio de mi forma de tocar, esta vez libre de hipersensibilidades e inseguridades. En cuanto me incorporé al Conservatorio, empecé a hacer campaña para traernos a Ken. Mi sueño era que tocase su Sweet Time Suite en EE UU. Ken y yo aún no nos habíamos visto en persona.
Brad Goode con Kenny Wheeler
Finalmente, en 2003, ocurrió. Por primera vez hablé con Kenny por teléfono, y aceptó venir para diez días, a pesar de que teníamos muy poco dinero que ofrecerle. Se disculpó repetidas veces por “no ser un profesor en el fondo” y por no tener nada que ofrecer a los alumnos desde un punto de vista educativo. Al contradecirle con respecto a esa impresión sobre sí mismo, empecé a darme cuenta de lo humilde y sencillo que era este hombre.

Cuando le pregunté por la Suite, al principio rechazó la idea. Primero dijo que no podía hacerse sin la gran Norma Winstone, tendríamos que traerla a ella también. En segundo lugar, pensaba que la música sería demasiado difícil para que los alumnos la tocasen suficientemente bien. Traté de asegurarle que nuestros chicos estaban a la altura, y que conocía a una cantante (Sunny Wilkinson) que podría sacarlo adelante. Aunque no se sentía cómodo con ninguna de esas dos ideas, me dijo que se fiaría de mi criterio.

Me preguntó qué podría hacer en concreto con nuestros alumnos durante diez días, ya que insistía en que no era un profesor. Le dije que sólo con pasar tiempo con ellos sería más que suficiente. Sí que le pedí que hiciera un taller de composición. “No voy a saber qué decir”, repuso. Le dije que bastaba con que explicase su proceso compositivo.
En resumen, su estancia fue mágica. Muchos de los alumnos que participaron lo recuerdan como el clímax de sus vidas musicales, como lo fue para mí. Sunny Wilkinson dejó boquiabiertos a Kenny y al público, y la banda tocó como nunca. Ken pasó largas horas hablando con todos los alumnos, compartiendo humildemente sus dones y dando ánimos. En el taller de composición, Ken abrió un cuaderno y empezó a leer: “Cada mañana, me levanto a las 7. Me lavo los dientes, me como un trozo de tostada y me tomo un te. Entonces voy acercándome lentamente al piano, y empiezo a divagar con los dedos hasta que doy con un idea interesante...”, etc. Se había molestado en redactar a mano una descripción de su proceso compositivo y nos la estaba leyendo. Una vez terminó, le pregunté su podía quedarme con el cuaderno. Aún lo conservo.

Para mí la verdadera revelación fue llegar a conocer a Kenny, a la persona. Por las tardes, mi esposa, Carol Keeley, y yo nos lo llevábamos a casa a cenar y charlar. Carol es escritora, y siempre ha tenido la habilidad de lograr que la gente se abra al hablar de si mismos. No estábamos preparados para lo que nos contó Ken. Nos relató una infancia tan brutal y denigrante que nos pusimos a llorar mientras tratábamos de llegar al final de la historia. No le quedó más remedio que abandonar Canadá para dejar todo aquello atrás y empezar de nuevo. Una vez llegado a Inglaterra, sus inseguridades sobre su singular forma de improvisar y la falta de aceptación por parte de otros músicos le empujaron a esconderse en secciones de trompetas y ha trabajar de copista de partituras durante años, y sólo se vio impulsado a tocar y componer cuando conoció a una generación más joven de músicos más abiertos de miras. Empecé a entender a un nivel más profundo por qué su música me hablaba tan directamente. 
Antes de marcharse, tuvimos una charla muy seria los dos solos en el estudio. Quería que entendiese que era un gran profesor, que tenía muchísimo que ofrecer a los músicos jóvenes y que debería considerar la posibilidad de acudir a más escuelas. Por su parte, él quería que yo volviese a grabar de nuevo, a componer, a explorar. Con un apretón de manos quedó sellado el trato.
Adiós, Kenny. Gracias.

BG

Kenny Wheeler entrevistado en 2002 (en inglés)

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